Yo tenía nosecuántos años y era la época de los besos, de los chismes, de los chicos y de los malentendidos. La mayoría de mis amigas habían encontrado un chico guapo y algo mayor que nosotras, con moto y trabajo, al que besar durante horas en los parques, al que someterse agachadas tras los matorrales. Ellas se dejaban invitar a un trago de limón o de cerveza, o a una calada de porro o de cualquier otra droga que todavía no hubieran probado.
Tanto al chico como a la chica les gustaba exhibirse. Quedaban con más amigos y mientras todos charlaban, ella se apoyaba en las rodillas de él, él se apoyaba en el asiento de la moto, y torcían sus cabezas para poder besarse. En sus caras, de perfil por el beso, podían apreciarse los gestos de mandíbula que también hacen los actores de Hollywood, arriba y abajo, lento, con la seguridad de quien todavía no conoce los desastrosos efectos de la papada. Mientras se besaban, se imaginaban a sí mismos siendo fotografiados (si es que no lo estaban siendo ya en la realidad) y se veían jóvenes y limpios, con los labios mojados y afectación de naturalidad.
Yo miraba para otro lado y analizaba la escena con algo de envidia, pues yo siempre había gustado mucho del drama y estaba muy orgullosa de mi mandíbula, y siempre había querido hacer ese arriba y abajo, lento, sin papada, delante de más gente que admirase mis dotes para la interpretación.
Varios años después, o meses, quién sabe, la situación a la inversa. Encontré un hombre algo mayor y atractivo al que besar delante de más gente como se besan en Hollywood, y todos pudieron apreciar mi maravilloso movimiento de mandíbula y de labios y mi mirada supuestamente perdida en los ojos de él. Todo esto sucedió, quién sabe dónde, quizá en una discoteca. Mi amiga seguía con aquel chico, pero ya habían empezado a odiarse de verdad y se besaban menos, así que me miraba como la miraba yo a ella años atrás, con envidia.
A los días, me enteré por otra amiga en común de que me habían estado criticando, por lo visto habían dicho cosas como: "Pero míralos, cómo se besan, delante de tanta gente, como si se estuvieran muriendo, como si no tuvieran tiempo de besarse en casa, como locos. Se nota que no se quieren".
Al principio me enfadé muchísimo, pero sabía que en el fondo ella llevaba razón. Así que después de meditarlo, opté por no enfadarme. Al fin y al cabo, yo había hecho ese mismo comentario sobre ella años atrás, y podría decirse que no tenía derecho a exigir lealtad o respeto (o como quiera que se llame el no-criticar) si yo ya había hecho lo mismo antes. El problema residía en que mi amiga nunca se iba a dar cuenta de que sus palabras ya fueron pronunciadas por mí antes. Nunca se iba a dar cuenta de que sus palabras, que ella creía proyectadas hacia otra persona, eran en realidad un lapo gigante que ella había escupido al cielo. Ella nunca se iba a dar cuenta de que era una magnífica actriz de Hollywood que siempre sonreía en las fotos y que detrás de las cámaras se inyectaba heroína/drama familiar/desengaño amoroso. Lo típico.
Y, no sé, de esto puedo deducir varias cosas. Una de ellas es que el paso del tiempo no es motivo para evitar juzgarse a uno mismo, sino más bien lo contrario. Puede que estés libre de pecado, pero eso es porque todavía no ha llegado mañana (o porque padeces de amnesia).