Tuve un altercado con un taxista gilipollas. Lo conocí, supe quién era, cuando durante el trayecto oí cómo bajaba automáticamente los seguros de las puertas ("No me voy a tirar, ni voy a abrir para irme corriendo sin pagar", pensé en decirle, pero instintivamente no lo hice). También golía su incomprensión, su intolerancia, su falta de respeto y humanidad mientras hablábamos, reíamos, mi acompañante y yo.
Me olvidé la gorra dentro. Y ahora me molesta haberle dejado algo mío a ese desviado, a ese enfermo que nunca sabrá besar, a ese que me separa cada vez más del mundo, que termina por deshacer el nudo que nos mantenía apretados. Y ahora, con garra y sin nudo, con nada y sin gorra, siento más que nunca la tristeza y padezco el profundo ahogo de la soledad.
Los taxistas son todos los adjetivos negativos del mundo.
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