domingo, 30 de noviembre de 2008

Moriré ahogada, si no hago nada, si no hago nada.

Hoy he descubierto, a raíz de lo sucedido ayer, cuánto me entristece la violencia. No la potencia, ni la fuerza, ni el exceso, ni lo tenso ni lo intenso, ni el arrebato. La violencia (este término, otro de los tantos que deberían volver a pasar por el proceso de redefinición semántica).

Tuve un altercado con un taxista gilipollas. Lo conocí, supe quién era, cuando durante el trayecto oí cómo bajaba automáticamente los seguros de las puertas ("No me voy a tirar, ni voy a abrir para irme corriendo sin pagar", pensé en decirle, pero instintivamente no lo hice). También golía su incomprensión, su intolerancia, su falta de respeto y humanidad mientras hablábamos, reíamos, mi acompañante y yo.

Me olvidé la gorra dentro. Y ahora me molesta haberle dejado algo mío a ese desviado, a ese enfermo que nunca sabrá besar, a ese que me separa cada vez más del mundo, que termina por deshacer el nudo que nos mantenía apretados. Y ahora, con garra y sin nudo, con nada y sin gorra, siento más que nunca la tristeza y padezco el profundo ahogo de la soledad.

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